Casi noventa años atrás, Romano Guardini saludaba el inicio de un proceso «de incalculable alcance: el despertar de la Iglesia en las almas», «el surgimiento de un nuevo cosmos religioso» . El entusiasmo del teólogo reflejaba, en el clima post-positivista de la época, la ruptura con las angustias del individualismo espiritual. Expresaba la concepción nueva de la Iglesia como un cuerpo vivo, con las pulsiones y tensiones propias de un cuerpo vivo, no como un monolito estático. Una Iglesia como una realidad abierta al mundo, que confía en el Espíritu de Cristo, no como un grupo social cerrado en su autosuficiencia. Para nosotros, los nacidos después de los documentos conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes, este despertar se realizó y comenzó a dar sus frutos. Cuando al iniciar su pontificado, Benedicto XVI proclamó que «la Iglesia está viva, es joven y lleva en sí el futuro del mundo y por tanto nos muestra a cada uno de nosotros el camino hacia el futuro» , cada católico sintió resonar en las palabras del Papa el magisterio conciliar y la eterna fe de la Iglesia en la presencia del Espíritu del resucitado en ella.
¿Cuántos comparten hoy en la Iglesia el generoso entusiasmo de Guardini? Persisten siempre las tensiones entre Iglesia y modernidad. Aun cuando esta última no forma un conjunto monolítico y sus expresiones culturales sean múltiples, sus prácticas históricas y los personajes que la representan evidencian una predominante matriz inmanentista en ella que afirma la autosuficiencia de la razón y reduce el contenido de la Revelación a su propio proceso. De Spinoza a Hegel, hasta sus epígonos modernos, está en curso la reducción del cristianismo a la dialéctica de la razón. ¿Puede esta cultura aceptar a la Iglesia como una interlocutora que se propone con una doble diaconía: la de la verdad inspirada por la fe y el amor, de la que muestra la racionalidad; y la del discernimiento que interpreta las voces de la cultura y de las diversas racionalidades? ¿Y además en una época como la nuestra, en la que aumenta un escepticismo radical e inquietante frente a la razón?
Entonces, es natural que los profesionales de la «razón laica», preocupados a su modo de la suerte del cristianismo, profeticen que este «está con seguridad destinado a sufrir una gran metamorfosis en este nuestro siglo que ya ha comenzado» . Por su parte, la Iglesia está consciente de que «el cristianismo se encuentra en una crisis profunda, justamente en el lugar donde se difundió originalmente, en Europa; crisis basada en su pretensión de la verdad» .
Entre la globalización e Internet
Aunque se refieran al fenómeno religioso en sí mismo, los estudios de Giovanni Filoramo sobre religiones permiten hacer consideraciones y abrir perspectivas también sobre los problemas que la postmodernidad le pone a la Iglesia . La actual relevancia social de la religión y de la Iglesia es un dato adquirido. La crisis del Estado laico y nacional y los flujos migratorios son solo dos de los factores que han determinado el desplome del gueto de la privatización en el cual el Estado y la cultura habían confinado a la Iglesia. Esos dos fenómenos también han contribuido a mostrar y a redescubrir la centralidad del hecho religioso como elemento primario que identifica a la comunidad y los grupos. El cristianismo europeo —sometido a la presión y confrontado con el Islam europeo—, y los cambios en los que está interesado, son hechos que objetivamente interpelan a la cultura del continente. Desde los estudiosos de las ciencias de las religiones a los políticos y a las administraciones públicas, interpelan a todos quienes bajo diversos títulos están llamados a preocuparse de la formación y de la transmisión del saber en el nuevo contexto de la multiculturalidad. La importancia de la Iglesia en este proceso de paideia se les escapa solo a los rezagados epígonos de la mentalidad iluminista.
Los desafíos que la postmodernidad pone también a la Iglesia se ubican en un marco distinto al del tiempo de la modernidad. «Aun cuando los procesos de secularización inciden y continuarán incidiendo sobre las religiones tradicionales, del cristianismo al Islam, de hecho hay un consenso cada vez más extendido según el cual la secularización como metanarrativa de lo moderno ya no puede dar cuenta de un factor nuevo y decisivo: la renovada centralidad pública y las renovadas funciones sociales de las religiones. Hoy se asiste […] a un gigantesco proceso de reformulación y adaptación de lo religioso como dimensión privada e individual y de la religión como factor institucional de las transformaciones epocales de la sociedad de la tardía modernidad, inducidas sea por la revolución tecnológica y de los medios de comunicación masivos, sea por los procesos de globalización» . Un breve signo de estas transformaciones.
La globalización, «en cuanto explosión de las barreras culturales» , toca de cerca a la Iglesia. Después de haber resistido los procesos de la secularización, se encuentra frente a los desafíos que provienen de la religión en red, de las modalidades emocionales promovidas por ciertos grupos «cristianos», de la pérdida de la memoria cultural en nuestra cultura de la contingencia y del momento fugaz. Son problemas serios para una institución como la Iglesia que funda su identidad doctrinal e histórica en la memoria siempre reactualizada de su tradición.
El pluralismo religioso, garantizado por el Estado democrático, puede comprometer, en nuestras sociedades culturalmente fragmentadas y educadas en un hipersubjetivismo, la conciencia de un patrimonio de valores éticos y religiosos del que los cristianos son portadores y testimonio. La predicación cristiana misma puede sufrir en la sociedad pluralista una osmosis de la cultura dominante que podría empañar la pureza. «La modernidad, de hecho, ha logrado hacer pasar la fe (cristiana, evidentemente) del estatuto de referencia englobante de la comunidad al de opción particular del ciudadano. En este nuevo escenario, el móvil primordial de una creencia individualizada y sustraída del control de la autoridad eclesiástica ya no está en el más allá, sino en la identificación de sí en este mundo: el otro mundo, en otros términos, es puesto al servicio de este mundo. Esto significa que la misma religión depende de una metafísica de la subjetividad, de una simple preocupación de construcción de sí en este mundo» .
Subjetivismo y pluralismo parecen converger en una nueva y pervasiva realidad con la cual la Iglesia tiene que habérselas: Internet.
«La red ofrece al supermercado de la fe un espacio virtual de gran interés donde, en la partida, todos son iguales. No es casual que sean sobre todo sectas, cultos mistéricos, organizaciones con trasfondo esotérico y oculto los que invaden esta suerte de nuevo areópago, un bazar espiritual de alta velocidad donde cada uno puede presentar su propia mercadería, pero también donde los cultos y los grupos menores están en grado de competir en iguales condiciones (gráfica, etc.) con las más potentes organizaciones religiosas. El espacio virtual está conectado en un tiempo virtual que anula las memorias culturales de las diferentes tradiciones religiosas […]. Se trata de una “religión” sin cuerpo, desencarnada, caracterizada por la irrelevancia y por la homogeneización de los contenidos (anything goes), donde lo que cuenta es estar, cueste lo que cueste. […]. Todo esto no puede no condicionar la percepción de la religión, con el riesgo de perder puntos de orientación. Además, un latente narcisismo típico del individualismo contemporáneo resulta peligrosamente fomentado: como se construye un sitio, así se construye el propio ser […] virtualmente recreado, manipulable a la par de la ingeniería genética. En conclusión, el cyberespacio puede ser visto en su virtualidad como colocado en el polo opuesto del escenario sociológico tradicional de las grandes religiones […]. En este sentido, esto expresa bien la esencia de la religión postmoderna, caracterizada por la liberación de una doble autoridad: del pasado vehiculado por la tradición y del futuro vehiculado por el mito del progreso. Corresponde a la determinación a través del presente. En el mundo postmoderno todo es una cuestión de preferencias y elecciones individuales o interindividuales que ya no son determinadas por un modelo fundador, ni por un proyecto de futuro, sino por una voluntad de afirmación inmediata» .
Iglesia del norte e Iglesia del sur
Dentro de los que estudian el futuro próximo de la Iglesia católica a la luz de los efectos de la cultura contemporánea, a menudo se abre camino una opinión que aparece una y otra vez en diarios y revistas de divulgación. La tesis de fondo se expresa rápidamente: caídas las ideologías, la influencia política y el poder en el plano universal serán atributos de las religiones. Ellas tendrán la supremacía en el futuro orden mundial. La tesis se apoya en una afirmación que se hace a veces como una constatación indiscutible: el ocaso de Occidente y la transferencia de sus valores religiosos hacia su periferia, del norte al sur del mundo. También la Iglesia católica está desplazándose hacia el sur, puesto que el norte, es decir, sus costumbres y su cultura, ya la han rechazado de hecho. La Iglesia está bien viva pero cambia, por así decir, de continente. Entre los que sostienen esta opinión el más decidido es Philip Jenkins, historiador estadounidense de las religiones, distinguido profesor de la Pennsylvania State University .
Según Jenkins, pocos se han dado cuenta de que ha nacido un nuevo cristianismo y ha muerto, o casi, el cristianismo occidental. El eje del mundo cristiano se ha trasladado a África, Asia y América Latina. La síntesis cultural, que los cristianos europeos piensan que es la única versión correcta del mensaje cristiano, ha evolucionado en el siglo XX hacia una síntesis nueva, deudora de las culturas que dominan en los países emergentes, en los países más pobres de la tierra. A medida que el cristianismo del sur se expanda y madure, es probable que su espectro teológico muestre una fuerte tendencia al liberalismo y a la secularización. Pero, al mismo tiempo, es fácilmente previsible que ello se caracterizará por un marcado sentido de la tradición, de la ortodoxia doctrinal y de la indulgencia con el sobrenaturalismo, «irónico revés de gran parte de las visiones occidentales sobre el futuro de la religión» . Las poblaciones del sur se unificarán en torno a estas convicciones religiosas comunes, posponiendo las convicciones derivadas de las respectivas identidades políticas. Y no está excluido el peligro de fundamentalismo.
En estas regiones, en las cuales por otra parte crece la tasa demográfica, se está desarrollando, hasta llegar a ser norma social, una forma de vida cristiana en muchos aspectos antitética a la que languidece en la antigua cristiandad de Europa y de América septentrional. Según Jenkins, no solo en las sectas pentecostales sino también en la Iglesia católica, está naciendo una teología difusa que ve la fuente del mal no en las estructuras sociales, sino en cierto tipo de mal espiritual que busca ser sanado por los creyentes mediante la sincera conversión del corazón a la fe. Esta podrá después provocar los cambios intramundanos que contemplan la ética del trabajo, la gestión económica, las relaciones familiares y entre los sexos. «El cambio más grande, probablemente, será tal que implicará nuestra idea, derivada del iluminismo, según la cual la religión debería ser confinada a una esfera separada de la vida, distante de la realidad de todos los días» . Esto sería la superación de la concepción occidental que, en la época moderna, ha separado netamente la vida pública —en la cual a la religión le es reservada solo un rol político—, y la vida individual —en la cual es encerrado el ejercicio personal de la fe.
¿El cristianismo del norte aceptará esta evolución del cristianismo del sur? ¿O lo considerará, de acuerdo a un estereotipo racial, «una religión de la jungla» ? El norte, secularizado, racionalista y tolerante, ¿llegará a ser intolerante al juzgar al sur de primitivo y fundamentalista? ¿Habrá un cisma cultural entre norte y sur en el mismo interior «de la más amplia estructura religiosa del planeta, es decir, la Iglesia Católica Romana»? ¿Se producirá una fractura, por dar un ejemplo, entre el catolicismo africano, sensible a las nociones de autoridad y del carisma, y el catolicismo de los países occidentales que ha hecho suyas las instituciones de la consulta y de la democracia? Estas interrogantes, detrás de las cuales se recela claramente la previsión de un conflicto entre el sur y el norte de la Iglesia, dan a Jenkins ocasión para formular el aprecio por la Jerarquía católica: «El tono conservador del catolicismo africano y latinoamericano sugiere el porqué los líderes católicos no son muy golpeados cuando los católicos de Boston o de Mónaco amenazan con el cisma. En base a la visión tradicional, adaptarse a las necesidades de las elites occidentales, para tener un rol más relevante o atento, sería un acto suicida para la prospectiva a largo plazo de la Iglesia. Serán los llamados tradicionalistas, y no los liberales, los protagonistas del juego político del nuevo siglo. Además, vistas sus concepciones, podemos fácilmente comprender por qué los católicos tradicionalistas pueden absorber con tranquilidad las visiones prevalentes del norte, según las cuales el liderazgo de la Iglesia es reaccionario y alejado de la realidad. Buena parte del disenso liberal al interior del catolicismo proviene no de los componentes laicos, sino del mismo clero, de las universidades católicas y de las instituciones dedicadas a la instrucción. Es mucho más probable que tanto los sacerdotes como las instituciones encuentren sintonía en el norte más que en el sur, por tanto el clero reflexiona del modo correspondiente a las concepciones del mundo europeo y norteamericano. Las críticas liberales vienen sobre todo de pocas y bien precisas regiones del mundo que son, además, justamente aquellas en las cuales la difusión del catolicismo permanece estancado o peor» .
La conclusión de Jenkins es que «(adaptando el famoso adagio sobre Rusia) el cristianismo no es nunca débil como parece, ni fuerte como parece. Y si miramos la historia pasada o la futura, podemos ver que repetidamente el cristianismo ha demostrado una asombrosa capacidad de transformar la debilidad en fuerza» . Queda un deber. «Dada la distribución presente y futura del cristianismo en el mundo, se podría sostener que la comprensión de la religión en su contexto no occidental es una necesidad primaria para cualquiera que busque comprender el mundo emergente» .
Más allá, la esperanza
Las observaciones de Giovanni Filoramo son dignas de la máxima atención, fundadas como están en datos científicos y en el análisis de graves problemas que la contemporaneidad pone cada día a la religión y a la Iglesia. Las ideas de Philip Jenkins tienen un fundamento más empírico y parecen proceder prevalentemente de «previsiones» e intuiciones subjetivas. Algunas de estas ideas son sin duda aceptables. Una sumaria ejemplificación. Queriendo usar la categoría de religión, propia del autor, y por tanto prescindiendo del contenido dogmático de la fe cristiana, es cierto que el cristianismo del sur no es la pura versión trasplantada del cristianismo del norte. Es, en vez, una realidad nueva en fase de desarrollo. Es verdad que la fe predicada por los misioneros occidentales en África, en América Latina y en Asia se está inculturando siempre más en esas regiones y que, permaneciendo fiel a su identidad, se convertirá en el alma de estructuras sociales y eclesiales que no serán la copia de la Iglesia en Occidente. Es verdad que el next christendom puede dar lugar a formas de entusiasmo milagrero y puede ser sincréticamente contagiado por las supersticiones residuales del paganismo local. Y es también cierto, desafortunadamente, que el cristianismo se presenta hoy en Occidente «resquebrajado» por su osmosis con la cultura y tiende con ligereza a etiquetar como fundamentalismo las experiencias cristianas que se niegan a esa osmosis.
Suenan, en cambio, ambiguas y preconcebidas otras afirmaciones de Jenkins. Lo ha revelado puntualmente un comentarista italiano . El historiador estadounidense exagera ciertamente cuando, al tratar sobre la originalidad cultural y la elaboración teológica del cristianismo del sur, asimila una y otra a las grandes tradiciones cristianas no latinas colocadas a veces, en efecto, en el origen de la expansión misionera. En realidad, el cristianismo del sur es en gran parte el fruto de las fatigas de los misioneros latinos occidentales y de la emanación fraterna de las Iglesias europeas. Y no se puede dar por descontado, como opina Jenkins, que este alcanzará en el espacio de un siglo la específica identidad que supone la independencia cultural.
La Iglesia navega hoy en aguas difíciles. Los historiadores de las religiones le rinden un benéfico servicio estudiando el pasado y haciendo presente el probable futuro. Los cristianos saben, sin embargo, que cultura y erudición pueden, a pesar de sus deseos, constituir también un límite a la comprensión de los tiempos cuando siguen ancladas en la pura razón . Más allá, está la esperanza. Esperanza de «que hemos llegado una vez más (y quizás más que nunca) a uno de esos recodos de la historia en los que si la Providencia quiere socorrernos una vez más, lo hará solo suscitando entre nosotros hombres dotados de una lucidez a la altura de las circunstancias y de un valor igual a su perspicacia» . Más allá, está la fe en el Señor que «cuanto promete puede también cumplirlo» (Rom 4, 21 s).